viernes, 12 de junio de 2015

El marxismo y la justicia social. La idea de igualdad en Ernesto Che Guevara


Gracias al fraternal gesto de los compañeros y compañeras de la Plataforma Nexos, 
pongo en dominio público la versión digital de mi libro  
El marxismo y la justicia social. La idea de igualdad en Ernesto Che Guevara (Santiago de Chile: Nexos-scaparate, 2011). 
Para descargar el libro, cliquear en el siguiente link:   
“Es motivo de gran satisfacción acompañar la aparición del magnífico estudio que estamos prologando sobre los aportes del Che a la discusión sobre la justicia. Este libro no sólo es importante porque ilumina y facilita la reapropiación de las ideas de Guevara sobre tan ardua temática, eclipsadas por la gigantesca figura del “guerrillero heroico”, lo cual constituye de por sí un mérito innegable; también lo es porque mediante este ejercicio se avanza en el desarrollo de la teoría marxista de la justicia. […] Tal como lo plantea Fernando Lizárraga en los párrafos finales de este libro, 'la intuición [del Che] y su no menos aguda mente analítica lo llevan a entrever que los principios de justicia propuestos por Marx deben ser perfeccionados'. A intuir, en otras palabras, que la teoría de la justicia apenas esbozada en la tradición del materialismo histórico era insuficiente y que había que plantear nuevos argumentos y diseñar nuevos dispositivos. Como en tantos otros terrenos, el Che abrió una brecha que nos toca a nosotros seguir profundizando”.  (Del "Prólogo" de Atilio Boron).

domingo, 12 de octubre de 2014

El liberalismo en su laberinto



Comentario a El Liberalismo en su Laberinto[1]

Por Cecilia Abdo Ferez

El libro que presentamos lleva el título de El liberalismo en su laberinto, compilado por Atilio Boron y Fernando Lizárraga [Ediciones Luxemburg, 2014]. Se quiere aludir con este título principal –entiendo-, a la situación del liberalismo de estar entrampado, de estar en un atolladero, de estar sin salida. 

El libro hace un diagnóstico desde el título y lo explica a partir de acercarse, con cierta irreverencia (este no es un libro de filólogos o especialistas disciplinares), a la figura de quien fuera el principal teórico del liberalismo de las últimas décadas: John Rawls. Que fue/es (quizá) también su principal “rehabilitador-crítico”. Se acerca, además, en ocasión de cumplirse 40 años de la publicación de Teoría de la justicia, en 1971, y 12 años de la muerte de Rawls.

Pero el libro, en su andar, no sólo estalla la supuesta unidad del concepto “liberalismo” en diversas vertientes (liberalismo clásico o de los “padres fundadores”, liberalismo norteamericano, liberalismo tal como suena acá, libertarianismo o liberalismo conservador, liberalismo igualitario o igualitarismo liberal); sino que además pone en crisis también la identidad que supuestamente aparece contrapuesta de entrada al liberalismo: el socialismo.

El libro pone tanto en cuestión al Otro del liberalismo, que creo que éste es un libro que también podría llamarse “el socialismo en su laberinto”. Es decir, problematiza tanto la supuesta identidad antagónica del liberalismo (toda identidad es relacional, cierto que lo sabíamos) como para que entre en dudas de si con la palabra “socialismo” estoy incluyendo también a las diversas corrientes del marxismo, de las teorías y prácticas de la emancipación, de la socialdemocracia, e incluso ciertas líneas del anarquismo de izquierdas, que aparecen como vectores posibles de las relaciones de ellos con el liberalismo (relaciones que son de oposición/mixtura/coqueteo/rechazo abierto, en muchos de los artículos).

El libro retoma con irreverencia a Rawls, para hacerle justicia, en su osadía y en su desafío: Rawls sería el que pone los términos de una primera oposición, una oposición diría que irreductible, y que recorre todo el libro: la oposición entre liberalismo y neoliberalismo. Quisiera decir que está en el interés de Rawls el poner esa oposición como irreductible (una operación intelectual que creo que Atilio cuestionaría). Puesto en contexto en el libro, Rawls publica su Teoría de la justicia en 1971, esto es, cuando el presidente Nixon desacopla el dólar de su respaldo en reservas en oro y por tanto, quiebra el consenso económico de la postguerra, abriendo al triunfo del monetarismo; cuando comienza el ciclo de dictaduras en América latina para sofocar a los movimientos sociales que buscaban patrias más justas; cuando se retoma como forma de presión a los países del tercer mundo la emisión de deuda; cuando se empieza a desmantelar los estados de bienestar europeos, porque después del 68 se habría evidenciado que los gobiernos estaban sobrecargados de demandas y por tanto, era aconsejable la desmovilización social y el retiro del estado del gasto social para mantener la estabilidad y la autoridad política (los consejos de la Comisión Trilateral). En este contexto, en los ‘70, en el marco del premio nobel de economía a Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, convalidados por un repliegue de la academia y de la ciencia política norteamericana en particular a posiciones positivistas, cada vez más “objetivas” (tomando por objetivo, lo desnormativizado y cuantificable), a Rawls se le ocurre renormativizar la filosofía política, volverse a preguntar por la justicia y reponer ese concepto de justicia como la “primera virtud de las instituciones sociales”. Una virtud que tendría el lugar de la verdad en los sistemas de pensamiento. 

En ese contexto de avanzada a desigualdades cada vez mayores, John  Rawls, desde Harvard (para no subestimar tampoco el contexto de producción de la obra), afirma que si las instituciones sociales existentes (las del incipiente neoliberalismo) no cumplían con esa virtud de la justicia, debían ser “reformadas o abolidas”. Y que decir esto no sólo no contradecía al liberalismo, sino que se fundaba sobre su mejor tradición, que la del contractualismo y la de Kant. O en otras palabras, que había una ruptura entre liberalismo y neoliberalismo, porque el neoliberalismo sostenía –como acá trabajan Atilio y Fernando-, que sólo puede preguntarse si es justa o injusta una conducta individual, pero no una estructura social, porque preguntarse por la justicia de una estructura social es como preguntarse por la justicia del cromosomas, del cosmos, de la piedra o de cualquier otro fenómeno biológico, al cual no se puede atribuir ni culpa, ni responsabilidad, ni justicia ni injusticia.

Esto es, para el neoliberalismo la sociedad no existe, existen los individuos, y por tanto, sólo de ellos –sólo de sus conductas- se puede dictaminar sobre lo justo o lo injusto, porque sólo ellos son agentes responsables.

Ante esta naturalización de la historia –ante el capitalismo devenido “segunda naturaleza”, una naturaleza que se vuelve tan análoga, tan adecuada a formas de racionalidad objetivistas-, Rawls vuelve a preguntar y a preguntarse algo simple, pero imposible: ¿son estas estructuras sociales –vamos a llamarle capitalismo- justas o injustas? ¿Son las desigualdades que en ellas se producen justas o injustas? Es decir, ¿estamos ante privilegios o ante beneficios compartidos?

Esa pregunta imposible, que es una pregunta por la totalidad en contextos hiperfragmentarios de producción de preguntas –los nuestros, lo de la operacionalización indefinida de las variables-, sigue sonando, 40 años después, y si se la arroja descontextualizada, a lo que acá Atilio llama una “intención noble”, o buena conciencia, o “filosofía”.

Y sin embargo, decir sólo esto sería injusto. Porque el problema no es lo que la pregunta imposible tiene de filosófica, de abstracta y de buena conciencia, sino que la incomodidad y hasta el fastidio que leer a Rawls sigue produciendo, lleva a enfrentarse a las preguntas que ya no sabemos cómo plantear, para que puedan ser primero, formuladas en un contexto académico, y luego, leídas en contextos tales que se resistan a ser neutralizadas como filosofía.  

En ese sentido, el libro pone en primer plano las tensiones del otro que está también en su laberinto, y al que se llama para generalizar, socialismo. Y se plantea cuestiones como éstas: ¿es necesario renormativizar el pensamiento de izquierdas? ¿qué tipo de renormativización no queda sólo en denuncia al capitalismo? ¿qué tipo de instituciones sociales socialistas se pueden plantear, de acuerdo a esa renormativización? ¿cuáles serían las relaciones del socialismo con el liberalismo y con los gobiernos efectivamente existentes? ¿Todo anticapitalismo es antiliberal o se precisa de un pensamiento de izquierdas que rescate lo mejor del liberalismo –pongamos, su teoría de los derechos-? ¿es posible conciliar democracia y liberalismo y capitalismo o el liberalismo, en su “involución autoritaria”, como la llama Atilio, será el escollo a toda ulterior democratización?

Estas preguntas, que son las que se hace el libro, planteadas así, siguen siendo abstractas, o como aquí ya hemos llamado –injustamente-, rawlsianas o filosóficas. Pero como el libro plantea este preguntas, desde este contexto latinoamericano y argentino en particular, donde las palabras tienen sedimentos históricos diferentes (pongo un ejemplo privilegiado: el concepto de “justicia social”), esas palabras se cargan de las experiencias históricas que hoy vivimos, a las que probablemente planteos como el de Rawls, o el de Nancy Fraser o de Axel Honneth, para citar algunos que trabajan temáticas similares, le sean “instrumentos útiles”, justamente por sus acervos liberales y justamente por la necesidad de producir hegemonías a partir de esos acervos liberales. Quiero decir, para parafrasear la conclusión del artículo de Fernando, quizá las experiencias de los gobiernos de izquierdas actuales de al –después de todo lo que ha pasado en el socialismo- puedan en acto abrir un otro diálogo –ya no sólo filosófico- con estos pensadores, porque son estos gobiernos los que han precisado y hasta inventado, a partir de la necesidad, nuevos principios de distribución de poderes, derechos y deberes, que es lo que estos pensadores están planteando.

Creo leer bien a Fernando, cuando dice que resulta alentador que el socialismo está ahora en condiciones de postular principios distributivos, algo que difícilmente podría haberse planteado con anterioridad a la irrupción de la teoría rawlsiana, y creo entender también lo que advierte Atilio, cuando escribe que los procesos en curso de Venezuela, Bolivia, ecuador no pueden ser antiliberales, pero que eso tampoco significa la adopción de la agenda clásica del liberalismo como límite.

Si preguntarse por lo justo situado, por la justicia social dicha así, en español y con este acento, si salir del atolladero del socialismo fuera recuperar estratégicamente este tipo de preguntas imposibles, como las planteadas por Rawls sobre la totalidad de la estructura básica social para reformularlas en una búsqueda efectiva de principios de distribución que produzcan igualdades donde no las hay, entonces hay un diálogo por reabrir con el liberalismo, con otras jergas y con otras ambiciones y desde tradiciones. Porque como dice Atilio, no se puede plantear en abstracto una teoría de la justicia con prescindencia de la teoría de la explotación, pero, agregaría, no se puede plantear ninguna de las dos teorías con prescindencia de la situación concreta en la cual se piensa, y allí, puesta en situación, la propuesta de Rawls podría ser algo más que filosofía. O quizá, en su mostrarse ingenua o limitada, señalar también una dificultad que la excede y que nos compete y que hace al laberinto en que estamos: la de cómo defender valores, en contextos como los de las ciencias actuales y su pretensión neutralizante.   

Así me parece que el libro pone a andar a Rawls, con irreverencia. Y lo hace un artículo, en especial: el de Hugo Seleme. Seleme toma en serio a Rawls y lo lleva más allá de lo que Rawls estaría dispuesto a llegar, pero siempre dentro de su sistema, con su jerga, con sus parámetros normativos. Se pregunta, casi emulando la actitud de ingenuidad, si la deuda externa argentina podría ser justa, de acuerdo a los principios rawlsianos del principio de justicia internacional, que para Seleme deben ser coherentes con los principios de justicia nacionales que Rawls plantea en su TJ.

Dice entonces que el principio de Rawls de “los pueblos tienen un deber de asistir a otros pueblos…” se acopla con el principio de ahorro al interior de una nación, por el cual la generación actual no puede dilapidar los recursos que facilitarán la vida de las generaciones futuras y que ambos principios son especificaciones del deber natural de justicia. Por este deber, los pueblos entre sí deben: 1) sostener las instituciones justas y decentes de otros pueblos, si existen; 2) promover el establecimiento de instituciones justas y decentes, si no existen. Estas instituciones deben fortalecer en todos los casos un gobierno autónomo.

Seleme se pregunta: si esto es así, frente a un gobierno que toma deuda de modo de comprometer las generaciones posteriores, ¿qué debiera hacer otro gobierno liberal? Rawls diría no intervenir. Seleme dice, que sería Rawls más coherente si dijera intervenir, de modo de evitarlo o reponer las instituciones que han llevado a una situación injusta o indecente. El texto, escrito en 2012, todavía no tiene en cuenta la situación actual, no de relaciones entre estados, sino privados entre y estados. Pero lleva a Rawls a los límites de su propio liberalismo, porque ya no es sólo un problema moral, sino las consecuencias económicas y políticas de ciertas posiciones morales y viceversa.
 
¿Qué efectividad pueden tener estas críticas? ¿Qué otra cosa que buenas intenciones son? Pensaría que hay aquí, como dije, posibilidades de asumir preguntas estratégicas, que son críticas a un modo de producir académicamente. Pero también diría que la pregunta por la efectividad tiene una persistencia que da cuenta de la incomodidad antes aludida, porque era la misma pregunta que Rawls intentaba espantar al decir que sean o no eficientes, la pregunta que cabía ante las instituciones sociales era si eran justas. Nosotros mismos preguntamos en términos de utilidad de las discusiones, algo que los ciudadanos frente a determinadas instituciones seguro hacen mucho más. Una pregunta que seguro repone, una y otra vez, los límites entre filosofía y política.


[1] Texto preparado en ocasión de la presentación del libro, el 8 de octubre, en Badaraco Libros, ciudad de Buenos Aires.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Heisenberg y Kurtz



Hace un par de semanas terminé de ver Breaking Bad.


Heisenberg y Kurtz

Al tipo no le alcanza la guita. Labura de profe de química en una secundaria de Albuquerque, Nuevo México.  Hace changas como cajero en un lavadero de autos y de vez en cuando, si algún indocumentado falta al laburo, lo mandan a lavar los coches. Su esposa está embarazada como de siete meses. Su hijo mayor, de dieciséis años, tiene alguna discapacidad que lo obliga a andar con bastones. Un buen día, el tipo se desmaya en el lavadero. Lo llevan al hospital. Le diagnostican cáncer de pulmón y le dan pocos meses de vida. Para dejarle algo a su familia -ya saben: pagar la bendita hipoteca, la universidad de los hijos, etc.- se asocia con un ex alumno, un junkie muy paraonico, y comienza a fabricar metanfetamina. Éxito total. Al poco tiempo, el archiperdedor se convierte en un jefe de las drogas, pelea contra carteles mexicanos, contra la mafia local, contra la DEA, contra unos neonazis bien blancos y malísimos, etc. Ni rastros quedan del profe de química. Ahora ya no es Walter White; es Hisenberg, el cocinero de la metanfetamina azul, la más codiciada del sudoeste de yankilandia, y más allá de la frontera. Y es malo; se vuelve malo, recontra malo. Y le gusta serlo. Es bueno haciendo el mal; y eso se siente bien. Listo. Esto es Breaking Bad, una serie adictiva como pocas. Me leí varios comentarios por ahí. Incluso del muy progresista New Yorker. Todo bien; hay una coincidencia: es la mejor serie de la historia. Según Anthony Hopkins, que algo sabe del asunto, la actuación del tipo que hace de Heisenberg (Bryan Cranston) es la más sublime que él haya visto. Lo que me llamó la atención es que varios críticos, de pelajes diversos, dicen que en Breaking Bad funcionan las fantasías compensatorias. El tipo, Heisenberg, se cree malo, se vuelve malo, y hace el mal, para olvidar que es un perdedor. Por momentos, la transformación es tan grande que se llega a pensar que todo es una pesadilla de Walter White. Bueno, no cuento el final. Pero sí me quedo pensando en esto de las fantasías compensatorias y digo: me parece que Breaking Bad es la fantasía compensatoria del pueblo yanqui. Primero y principal: la serie no es la historia de un buen tipo que de repente se ve obligado a actuar mal para salvar a su familia; eso sería muy facilongo y la tele está repleta de estos casos. Ni siquiera es el argumento maquiaveliano un poco más complejo de que el príncipe debe aprender a no ser bueno y a obrar el mal. Y tampoco es la vieja historieta de que el tipo siempre fue malo y finalmente salió a la luz su esencia. No, tampoco. No hay esencias fijas acá.  No. Breaking bad es un proceso de becoming, de volverse malo; y de ser capaz de admitirlo, decirlo con todas las letras. Harto de ser bueno, cansado de hacer el bien, Walter White se convierte en Heisenberg. Y esta es la fantasía compensatoria de los yanquis. Creo que los tipos están podridos de ser buenos. Mejor dicho; está podridos de tener que ser buenos, de hacer de buenos, y no poder decirle libremente al mundo: “somos malos, nos hemos vuelto malos ¿y qué?” En los años cincuenta eran los bobos consumistas que bailaban musiquitas ligeras; en los sesenta y setenta eran los culposos y avergonzados asesinos de vietnamitas y los nobles luchadores por los derechos civiles; en los ochenta peleaban la batalla final contra el Muro y la Cortina de Hierro; en los noventa se convirtieron en los únicos buenos del mundo, los únicos guardianes de la paz, la libertad, la democracia, y todo eso. Y cada uno de sus sus sacrificios fue por el bien de la humanidad; siempre por los demás, nunca por sí mismos. Pero ya no quieren vivir esa mentira. En uno de los episodios suena el tremendo tema de Townes Van Zandt, Waiting around to die, en un cover conmovedor de unas chicas canadienses: The be goodTanyas. Ahí está una de las claves. No vale la pena sentarse a esperar la muerte inevitable: si la sentencia está dictada y la hora ha sido señalada, conviene sentirse bien, y hacer el mal. Volverse malo. Y mientras más débiles, más malos; y mientras más decadentes, más implacables. No hay imperios bondadosos, ni imperialismos benévolos. Con Breaking bad  los yanquis pueden sentirse cómodos con la idea de ser malos, de volverse malos, y les gusta esa idea. Ahora pueden decir que matan afganos, bombardean escuelas iraquíes, despanzurran libios, descuartizan sirios, aniquilan palestinos y otras lindezas más, porque les gusta hacerlo, porque se sienten bien haciéndolo, y porque son buenos haciéndolo. Sin culpa. Por fin se han vuelto amigos del horror y del terror moral, como les reclamaba el coronel Kurtz en Apocalipsis Now. Ya no juzgan ni se juzgan. Aprendieron la lección de la jungla: “juzgar es lo que nos derrota”. 

F.L. 09-12-2013

lunes, 14 de enero de 2013

Girl from the north country



Lisa Lyon (1981), por Robert Mapplethorpe

Verano. Miré algunas pelis (no sé si decir que miré cine; seguro que miré pelis). Vi Silver Linings Playbook (nominada a un par de Oscars y cuyo título en castellano desconozco). Es una comedia un poco menos boba que el promedio de la industria yanki, con un par de actuaciones por arriba del promedio, y no mucho más. En un recoveco de la peli -entre otras buenas canciones- suena The Girl from the Norh Country, interpretada por Johnny Cash y Bob Dylan. Dicen que es un plagio o exagerado homenaje a Scarborough Fair. La verdad que me importa poco si es así, porque el vozarrón de Cash me conmueve infinitamente y el trino gastado de Dylan hace juego. Va el link para quien quiera pasar un buen par de minutos. https://www.youtube.com/watch?v=n42umTaVbjU

jueves, 29 de noviembre de 2012

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Y otro más...

 East Sussex, 1959, de Bill Brandt

 

POEMA

Café instantáneo con nata ligeramente amarga

y una llamada telefónica al más allá

que no parece acercarse lo más mínimo.

" Ah papá, quiero estar borracho muchos días "

de la poesía de un nuevo amigo

mi vida precariamente sostenida en las manos

videntes de otros, sus y mis imposibilidades.

¿Es esto amor, ahora que por fin ha muerto

el primer amor, donde no había imposibilidades?


Frank O'Hara, de Poemas a la hora de comer. Traducción de Eduardo Moga ( DVD ediciones, 1997). 
Tomado de http://hankover.blogspot.com.ar/2008/03/poema-por-frank-ohara.html

domingo, 29 de julio de 2012

LOS JUSTOS

Reitero este post, agradecido.



Thomas (1987), de Robert Mapplethorpe.


Aunque sea recontra conocido, es uno de mis poemas favoritos:

Los Justos
de J.L. Borges (La Cifra, 1981)

Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.