miércoles, 8 de octubre de 2008

Sobisch: “Yo no escaparé a mi responsabilidad”

Poblete ya está entre rejas. Llegó el turno de Sobisch. Es hora de que el gobernador Jorge Sapag le suelte la mano a su socio y mentor. Es hora de que el juez Cristian Piana desempolve el expediente de la causa Fuentealba II y acuse a Sobisch. Es hora de que el rito judicial diga lo que ya se sabe: que Sobisch concibió un plan de represión para asesinar a uno (o varios) de los manifestantes en la mañana del 4 de abril de 2007. Sobisch ha confesado su responsabilidad a los cuatro vientos y sin que se hayan vulnerado sus garantías. Y aunque la memoria le juegue malas pasadas, de su boca han brotado las palabras que lo condenan irremediablemente. Sobich dio luz verde para el asesinato de Carlos Fuentealba. El crimen se consumó por mano del cabo primero José Darío Poblete, quien actuó bajo las órdenes directas de Raúl Pascuarelli (subsecretario de Seguridad) y la cúpula policial encabezada por el comisario Carlos Zalazar. Poblete jaló el gatillo (pudo haberlo hecho cualquier otro policía); Sobisch fue el autor mediato quien, en todo momento, minuto a minuto, mantuvo el control del plan y de la organización criminal.

Aunque ya hemos analizado las declaraciones de Sobisch en otro artículo de este mismo blog (“El Caracho te condena”), conviene volver a examinar algunos tramos de la conferencia de prensa del día 5 de abril de 2007, la conferencia de prensa que, sugestivamente, el ahora ex gobernador ya no recuerda. Al referirse a la orden que había dado a los jefes policiales la noche anterior, Sobisch dijo: “La directiva que yo le había dado a la Policía era que trataran de convencerlos [a los manifestantes]; que no tenemos problemas que corten la ruta; en Añelo ya está cortada, lo único que pedíamos, es que nos dejen liberado un acceso, porque si no las consecuencias podían ser muchísimo más difíciles”. Asimismo, al admitir que había anticipado la posibilidad de un corte en la zona de Arroyito, consideró que en ese lugar podría generarse un “foco de conflicto de características impredecibles”. Más todavía; Sobisch hizo suyo un comentario del periodista Nelson Castro: “cuando se ponen en marcha las fuerzas de seguridad en el terreno pueden haber [sic] distintos problemas”. Sobisch sabía perfectamente lo que iba a ocurrir porque él mismo lo ha dispuesto con despiadada frialdad. Sobisch sabía, perfectamente, que nunca se ordena una muerte de manera directa; lo único que tiene que hacer el jefe de la organización es expresar su voluntad para que el “problema” se solucione. Los sicarios, obedientes y entrenados, saben muy bien cómo interpretar y ejecutar la voluntad del mandamás.

La autoría mediata de Sobisch está más allá de toda duda. La doctrina y la jurisprudencia sobre este tipo de participación criminal exigen, entre otras cosas, que el autor de las órdenes tenga pleno control sobre el plan y los mecanismos represivos. Da lo mismo si el autor material actúa como un autómata o lo hace voluntaria y conscientemente (esto último quedó demostrado en el caso de José Darío Poblete). Y aunque Sobisch quiera sacar el cuerpo diciendo, por ejemplo, que Raúl Pascuarelli participó en carácter de “invitado” de la policía, y que se enteró del asesinato de Carlos Fuentealba a través de una comunicación telefónica, existen sobradas evidencias de que en ningún momento perdió el dominio sobre los acontecimientos. Según sus propias palabras, sus directivas fueron “bien claras”. Tan claras que ni siquiera en su momento de mayor debilidad -esa tarde de la conferencia de prensa, tras la cual huyó de la Casa de Gobierno vestido de policía- resignó el control de la situación. Cuando los periodistas le preguntaron cómo reaccionará la policía ante la creciente protesta social, el gobernador aseguró: “Los docentes tendrán garantía más allá no haber renovado aún la cúpula de la Policía, porque quien está al frente de toda decisión que se tome, soy yo; el propio gobernador de la Provincia está conduciendo las acciones. No se tomará ninguna orden que yo no apruebe”. Entonces, si un Sobisch acorralado pudo afirmar que mantenía el control de todos los resortes del poder, mal podría alegar que al momento del asesinato de Carlos Fuentealba no lo tenía o que se le había ido de las manos (para usar la inverosímil explicación del carnicero Raúl Pascuarelli). Además, es increíble que Sobisch venga a decir ahora que no recuerda sus propias respuestas en aquella conferencia de prensa cuando él mismo, lejos de sentirse tenso o confundido, hizo alarde de su habitual prepotencia de compadrito. Un conejo asustado puede olvidar, pero es inadmisible el olvido por parte del gobernador de la provincia, amo de la vida y hacienda de sus súbditos. Sobisch dijo: “No estoy mostrando mi costado débil. Estoy demostrando mi fortaleza. Mi fortaleza consiste precisamente en tomar las medidas necesarias y tener la tranquilidad, de volver a tomar las medidas que sean necesarias”. Estas palabras, que seguramente fingirá no recordar, ratifican que la represión en Arroyito fue concebida como una “medida necesaria” y adoptada con total “tranquilidad”. En Arroyito no hubo irracionalidad, ni brutalidad, ni ninguna de esas cosas; hubo un plan criminal minuciosamente urdido y consumado. Sobisch quiso demostrar su fortaleza. No es una interpretación; son sus palabras.

El 13 de abril de 2007, en una “Carta Abierta a los Argentinos”, publicada como solicitada en los principales medios gráficos del país, Sobisch reveló sin tapujos que la represión en Arroyito fue parte de un plan general; esto es, su campaña presidencial. En esta “Carta”, el gobernador se afanaba por exhibirse ante la asustada conciencia media nacional como el garante de la paz a cualquier precio. Así, repudiaba a las “minorías” que protestan y las acusaba de generar “miedo e inseguridad para la familia Argentina”. Y añadía: “Ningún sector tiene derecho a alterar la normalidad de la convivencia ciudadana, a través de la usurpación del espacio público, en desmedro del verdadero dueño de la propiedad colectiva: el conjunto de la sociedad”. La invocación a la “normalidad” aparece aquí como la justificación (y meta) de su plan criminal; la normalidad supera cualquier derecho individual, incluso la vida. Por eso, muy convencido, Sobisch señalaba: “Me duele la especulación que hicieron algunos políticos para encontrar alguien a quien echarle la culpa y no asumir las responsabilidades que nos pide la sociedad como gobernantes. Me duele porque nuestra historia está llena de escapes vergonzosos, de ausencias inexplicables. Yo no escaparé a mi responsabilidad. Es hora de que los argentinos fijemos un rumbo claro. En ese camino quiero estar”. Es cierto; la historia está llena de “escapes vergonzosos”, como el que Sobisch protagonizó al disfrazarse de policía para abandonar la Casa de Gobierno, y llena de “ausencias inexplicables”, como su ausencia en el juicio a Poblete el día señalado por el tribunal. “He dado la cara y asumido la responsabilidad en mi carácter de Gobernador del Neuquén”, escribía Sobisch en la solicitada. En su carácter de gobernador, precisamente, reside su responsabilidad mediata del asesinato. Como gobernador organizó la represión, dio las órdenes “bien claras” y dirigió el procedimiento represivo, asistido in situ por Pascuarelli y los jefes policiales. De nada sirve, en consecuencia, que atribuya el homicidio alevoso cometido por Poblete a “la irresponsabilidad e impericia de un hombre”. El cabo primero no actuó ni con impericia ni con irresponsabilidad; era un tirador experto que cumplía de buen grado órdenes simples y “bien claras” emanadas desde la Casa de Gobierno.

Pocos días más tarde, en una columna de opinión en el diario Clarín (“Educación y cumplimiento de las leyes”) Sobisch volvería a aceptar su responsabilidad, y esta vez no dudaría en escudarse en la Constitución para justificar el asesinato de Carlos Fuentealba. El 3 de mayo de 2007, Sobisch escribió: “yo me hice cargo de mi responsabilidad política y di la cara, e informo nuevamente, la que justifica el desalojo por la fuerza es la Constitución”. Hemos revisado minuciosamente la Constitución Provincial y no hay una sola palabra que justifique el “desalojo por la fuerza” de una ruta. Sí, en cambio, salta a la vista el artículo 73 donde se lee: “No podrán crearse organizaciones o secciones policiales especiales de tipo represivo”. En la mañana del 4 de abril, Sobisch dispuso la intervención del GEOP (Grupo Especial de Operaciones Policiales) y, por ende, recurrió a un instrumento evidentemente inconstitucional para perpetrar el asesinato de Carlos Fuentealba. Es cierto, por lo demás, que como gobernador Sobisch tenía el deber de “ejercer el poder de policía de la Provincia y prestar el auxilio de la fuerza pública a los Tribunales de Justicia, a la Legislatura y a los municipios, cuando lo soliciten” (Art. 214, Inc. 16). El punto es que nadie le solicitó el auxilio de la fuerza pública y que el gobernador actuó por propia iniciativa sobre una ruta nacional. Mal puede aducir Sobisch que alguien más tenía control sobre el operativo de represión. La Constitución no se lo mandó, tampoco se lo pidió ningún juez; lo hizo él solito y por su propia cuenta.

Sabiendo que está en aprietos, que su situación no resiste archivo alguno, Sobisch ahora busca matizar el contenido de la orden que diera en la noche del 3 de abril (o madrugada del 4 de abril). En su solicitada del pasado 27 de junio, luego de haber declarado en la causa Fuentealba I, el ex gobernador explicó: “Mi instrucción precisa al jefe de la policía fue que no se use la violencia, que convenciera al gremio que dejaran circular por el camino alternativo, y que les permitiese manifestarse libremente. Lo hice como Gobernador de la Provincia y sopesando el interés común de todos los ciudadanos. En aquel momento no eludí mi responsabilidad política y constitucional; y ahora tampoco la eludiré”. Es la primera vez que Sobisch dice que ordenó no usar la violencia. Esta afirmación es completamente inconsistente con su orientación política, con sus anticipaciones de “consecuencias muchísimo más difíciles” y con su aseveración de que volvería a hacer exactamente lo mismo que hizo aquella mañana de abril. Se trata de una vulgar rectificación discursiva que no alcanza a borrar todas sus declaraciones favorables al uso de la fuerza.

Como señalamos más arriba, para probar la autoría mediata de un crimen es preciso demostrar la existencia de un plan general y de un dispositivo capaz de consumar los fines de dicho plan. Si el juez Piana y los fiscales de la causa Fuentealba II estuvieran dispuestos a considerar esta posibilidad (si les dan permiso, claro está) tendrían que rastrear algunas cosas más. El plan represivo de Sobisch nunca fue un secreto de Estado (como sí lo sigue siendo el destino específico de los fondos para el Plan de Seguridad). Desde siempre, y especialmente después del conflicto docente del año 2006, Sobisch se propuso darles una lección de sangre y muerte a los docentes organizados en ATEN. Así, en el discurso de inauguración del período ordinario de sesiones 2005, Sobisch acusó a los trabajadores de la educación de robar la “capacidad intelectual” de los niños; los acusó de ladrones. Pero fue incluso más allá: los trató de “extorsionadores”, miembros de “grupos minúsculos que sólo buscan alterar la paz social”. Al año siguiente, furioso porque los maestros le propinaron una sonora derrota, Sobisch hizo público su plan de venganza. Al abordar la cuestión educativa ante los legisladores provinciales, el gobernador dijo que los trabajadores de la educación son los que “quieren que nada cambie”. Y en una ominosa anticipación de lo que ocurriría un año después, advirtió: “vamos al hueso de la discusión, aunque nos duela, nos va a doler mucho más en el futuro no haber hecho nada. Se puede ser cómplice participando en forma activa de la destrucción [de la educación], pero también por omisión nuestra pasividad se puede convertir en complicidad. Luchemos por una escuela abierta al pensamiento de estos tiempos, digámosle no a una escuela tomada por el pasado. El discurso de los incompetentes es buscar culpables a nuestros males; el discurso que yo quiero es convocar a los responsables para construir las soluciones”. Para Sobisch, los docentes son activos destructores de la escuela pública, una banda de incompetentes; son el pasado que ha tomado las escuelas. No conforme con estos agravios gratuitos y rencorosos, el gobernador enfatiza que los docentes “atacan y violentan sistemáticamente las libertades en nombre de sus propias libertades”. “Bajo la bandera de reivindicaciones sectoriales se está buscando socavar las bases de la institucionalidad y de la sociedad toda”, decía Sobisch. Esta supuesta amenaza a la institucionalidad colocaba a los docentes en un lugar donde no hay ley que pueda abrigarlos; Sobisch declaraba un estado de excepción donde Poblete o cualquier otro policía tendría licencia para matar.

El 1 de marzo de 2007, mientras ATEN iniciaba su plan de lucha con una huelga de 72 horas, Sobisch volvió a plantear un escenario de excepción donde el uso de la fuerza quedaría legitimado. “Quiero decir a esta Honorable Asamblea -sostenía Sobisch- que no permitiré, bajo ningún concepto, que se sienten en la mesa de la discusión aquellos que no han sido elegidos para discutir los problemas del pueblo neuquino y espero que no haya especulaciones políticas y todos tengamos el coraje de enfrentar a aquellos que nos mandan mensajes mafiosos”. Era una lisa y llana declaración de guerra contra ATEN, organización a la que no dudaba en calificar de mafiosa. El gobernador tejía pacientemente la trama del escarmiento contra los docentes.

Por lo visto, el plan criminal de Sobisch tiene, como marco general, su campaña presidencial, y como marco específico, su política de mano dura en la provincia de Neuquén. La sistemática violencia verbal (y no sólo verbal) del gobernador contra los sindicatos estatales, y ATEN en particular, hace visible un programa de venganza obsesivamente preparado. El llamado a abandonar la “pasividad” y a “enfrentar” la protesta social, pronunciado ante la Legislatura Provincial, indica que los episodios de Arroyito sólo son inteligibles como parte de una política deliberada y no como un exceso o un error.

Otro elemento que no puede escapar a la sagacidad del juez y los fiscales es el hecho de que la administración Sobisch trabajó puntillosamente en el armado de un aparato represivo capaz de matar en respuesta a la más mínima insinuación del mandatario. Sobisch nunca se cansó de prodigar elogios y recursos a la policía provincial (basta revisar algunos de sus discursos ante la Legislatura para observar este fenómeno). No es un dato menor -según lo revela el propio Sobisch en la apertura de sesiones del año 2007- que entre 1991 y 2006 el personal docente se haya incrementado en un 73,5 por ciento, el de Salud en un 84,1 por ciento, mientras que la Policía vio crecer sus filas en un 97 por ciento (de 2.871 a 5647 agentes). Si a este desequilibrio en la asignación de recursos se le suma una retórica brutalmente anti-docente y pro-policial, resulta claro que Sobisch procuró asegurarse las condiciones necesarias para que los sicarios de las fuerzas especiales no vacilaran al interpretar la voluntad del jefe (no es que los uniformados suelan tener muchos reparos, pero el plan de fusilamiento exigía que Sobisch tomara todos los recaudos).

Que Sobisch consiguió armar y liderar un “aparato organizado de poder” destinado a reprimir (y suprimir) a quienes tuvieran la osadía de desafiar su soberanía absoluta quedó en evidencia cuando el último jefe policial de la administración Sobisch, el comisario Rolando Figueroa, calificó al procesado cabo primero Poblete como “referente de la institución”. Un referente es un modelo (“término modélico de referencia”, según la Real Academia Española), y en la expresión de Figueroa no hay nada que indique que se trata de un referente para no ser imitado; al contrario, Poblete -el torturador, el asesino- es un modelo de la conducta esperable y deseable en el aparato policial del sobischismo. Sobisch nunca repudió los dichos de su jefe policial, silencio que debe interpretarse como fervoroso asentimiento.

En definitiva; es evidente que hubo un plan criminal, sustentado en un proyecto de más largo aliento destinado a imponer una política de mano dura y tolerancia cero a nivel nacional. Hubo un plan criminal surgido del prolongado odio de Sobisch hacia los docentes y su deseo de vengar la derrota política que sufrió ante la huelga del año 2006. Hubo también un dispositivo de represión, un “aparato organizado de poder”, conformado por una policía “regular” y “secciones especiales de tipo represivo” entrenadas para y dispuestas a matar apenas lo dispusiera quien ejercía el dominio total del sistema: Jorge Omar Sobisch. Es preciso reiterar (y recordar) lo que dijo Sobisch mientras Carlos Fuentealba agonizaba: “Quien está al frente de toda decisión que se tome, soy yo; el propio gobernador de la Provincia está conduciendo las acciones. No se tomará ninguna orden que yo no apruebe”. Dijo también: “Yo no escaparé a mi responsabilidad”. Hay que tomarle la palabra.

Fernando Lizárraga Neuquén, octubre de 2008