Comentario a El Liberalismo en su Laberinto
Por Cecilia Abdo Ferez
El libro que presentamos lleva el título de El liberalismo en su laberinto,
compilado por Atilio Boron y Fernando Lizárraga [Ediciones Luxemburg, 2014]. Se quiere aludir con este
título principal –entiendo-, a la situación del liberalismo de estar entrampado,
de estar en un atolladero, de estar sin salida.
El libro hace un diagnóstico desde el título y lo explica a partir de acercarse, con cierta
irreverencia (este no es un libro de filólogos o especialistas disciplinares), a
la figura de quien fuera el principal teórico del liberalismo de las últimas
décadas: John Rawls. Que fue/es (quizá) también su principal
“rehabilitador-crítico”. Se acerca, además, en ocasión de cumplirse 40 años de
la publicación de Teoría de la justicia,
en 1971, y 12 años de la muerte de Rawls.
Pero el libro, en su andar, no sólo estalla la supuesta
unidad del concepto “liberalismo” en diversas vertientes (liberalismo clásico o
de los “padres fundadores”, liberalismo norteamericano, liberalismo tal como
suena acá, libertarianismo o liberalismo conservador, liberalismo igualitario o
igualitarismo liberal); sino que además pone en crisis también la identidad que
supuestamente aparece contrapuesta de entrada al liberalismo: el socialismo.
El libro pone tanto
en cuestión al Otro del liberalismo, que creo que éste es un libro que también podría
llamarse “el socialismo en su laberinto”. Es decir, problematiza tanto la supuesta identidad antagónica del
liberalismo (toda identidad es relacional, cierto que lo sabíamos) como para que
entre en dudas de si con la palabra “socialismo” estoy incluyendo también a las
diversas corrientes del marxismo, de las teorías y prácticas de la
emancipación, de la socialdemocracia, e incluso ciertas líneas del anarquismo
de izquierdas, que aparecen como vectores posibles de las relaciones de ellos
con el liberalismo (relaciones que son de oposición/mixtura/coqueteo/rechazo abierto,
en muchos de los artículos).
El libro retoma con irreverencia a Rawls, para hacerle justicia, en su osadía y en su
desafío: Rawls sería el que pone los términos de una primera oposición, una
oposición diría que irreductible, y que recorre todo el libro: la oposición
entre liberalismo y neoliberalismo. Quisiera decir que está en el interés de
Rawls el poner esa oposición como irreductible (una operación intelectual que
creo que Atilio cuestionaría). Puesto en contexto en el libro, Rawls publica su
Teoría de la justicia en 1971, esto
es, cuando el presidente Nixon desacopla el dólar de su respaldo en reservas en
oro y por tanto, quiebra el consenso económico de la postguerra, abriendo al
triunfo del monetarismo; cuando comienza el ciclo de dictaduras en América latina
para sofocar a los movimientos sociales que buscaban patrias más justas; cuando
se retoma como forma de presión a los países del tercer mundo la emisión de
deuda; cuando se empieza a desmantelar los estados de bienestar europeos,
porque después del 68 se habría evidenciado que los gobiernos estaban
sobrecargados de demandas y por tanto, era aconsejable la desmovilización
social y el retiro del estado del gasto social para mantener la estabilidad y
la autoridad política (los consejos de la Comisión Trilateral). En este
contexto, en los ‘70, en el marco del premio nobel de economía a Friedrich Von
Hayek y Milton Friedman, convalidados por un repliegue de la academia y de la
ciencia política norteamericana en particular a posiciones positivistas, cada
vez más “objetivas” (tomando por objetivo, lo desnormativizado y cuantificable),
a Rawls se le ocurre renormativizar la filosofía política, volverse a preguntar
por la justicia y reponer ese concepto de justicia como la “primera virtud de
las instituciones sociales”. Una virtud que tendría el lugar de la verdad en
los sistemas de pensamiento.
En ese contexto de avanzada a desigualdades cada vez mayores,
John Rawls, desde Harvard (para no
subestimar tampoco el contexto de producción de la obra), afirma que si las
instituciones sociales existentes (las del incipiente neoliberalismo) no
cumplían con esa virtud de la justicia, debían ser “reformadas o abolidas”. Y
que decir esto no sólo no contradecía al liberalismo, sino que se fundaba sobre
su mejor tradición, que la del contractualismo y la de Kant. O en otras
palabras, que había una ruptura entre liberalismo y neoliberalismo, porque el
neoliberalismo sostenía –como acá trabajan Atilio y Fernando-, que sólo puede
preguntarse si es justa o injusta una conducta individual, pero no una
estructura social, porque preguntarse por la justicia de una estructura social
es como preguntarse por la justicia del cromosomas, del cosmos, de la piedra o
de cualquier otro fenómeno biológico, al cual no se puede atribuir ni culpa, ni
responsabilidad, ni justicia ni injusticia.
Esto es, para el neoliberalismo la sociedad no existe,
existen los individuos, y por tanto, sólo de ellos –sólo de sus conductas- se
puede dictaminar sobre lo justo o lo injusto, porque sólo ellos son agentes
responsables.
Ante esta naturalización de la historia –ante el capitalismo
devenido “segunda naturaleza”, una naturaleza que se vuelve tan análoga, tan
adecuada a formas de racionalidad objetivistas-, Rawls vuelve a preguntar y a
preguntarse algo simple, pero imposible: ¿son estas estructuras sociales –vamos
a llamarle capitalismo- justas o injustas? ¿Son las desigualdades que en ellas
se producen justas o injustas? Es decir, ¿estamos ante privilegios o ante beneficios
compartidos?
Esa pregunta imposible, que es una pregunta por la totalidad en contextos
hiperfragmentarios de producción de preguntas –los nuestros, lo de la
operacionalización indefinida de las variables-, sigue sonando, 40 años
después, y si se la arroja descontextualizada, a lo que acá Atilio llama una “intención
noble”, o buena conciencia, o “filosofía”.
Y sin embargo, decir sólo esto sería injusto. Porque el
problema no es lo que la pregunta imposible tiene de filosófica, de abstracta y
de buena conciencia, sino que la incomodidad y hasta el fastidio que leer a Rawls
sigue produciendo, lleva a enfrentarse a las preguntas que ya no sabemos cómo
plantear, para que puedan ser primero, formuladas en un contexto académico, y
luego, leídas en contextos tales que se resistan a ser neutralizadas como
filosofía.
En ese sentido, el libro pone en primer plano las tensiones
del otro que está también en su laberinto, y al que se llama para generalizar,
socialismo. Y se plantea cuestiones como éstas: ¿es necesario renormativizar el
pensamiento de izquierdas? ¿qué tipo de renormativización no queda sólo en
denuncia al capitalismo? ¿qué tipo de instituciones sociales socialistas se pueden plantear, de
acuerdo a esa renormativización? ¿cuáles serían las relaciones del socialismo
con el liberalismo y con los gobiernos efectivamente existentes? ¿Todo
anticapitalismo es antiliberal o se precisa de un pensamiento de izquierdas que
rescate lo mejor del liberalismo –pongamos, su teoría de los derechos-? ¿es
posible conciliar democracia y liberalismo y capitalismo o el liberalismo, en
su “involución autoritaria”, como la llama Atilio, será el escollo a toda
ulterior democratización?
Estas preguntas, que son las que se hace el libro, planteadas
así, siguen siendo abstractas, o como aquí ya hemos llamado –injustamente-,
rawlsianas o filosóficas. Pero como el libro plantea este preguntas, desde este
contexto latinoamericano y argentino en particular, donde las palabras tienen
sedimentos históricos diferentes (pongo un ejemplo privilegiado: el concepto de
“justicia social”), esas palabras se cargan de las experiencias históricas que
hoy vivimos, a las que probablemente planteos como el de Rawls, o el de Nancy
Fraser o de Axel Honneth, para citar algunos que trabajan temáticas similares,
le sean “instrumentos útiles”, justamente por sus acervos liberales y
justamente por la necesidad de producir hegemonías a partir de esos acervos
liberales. Quiero decir, para parafrasear la conclusión del artículo de
Fernando, quizá las experiencias de los gobiernos de izquierdas actuales de al
–después de todo lo que ha pasado en el socialismo- puedan en acto abrir un
otro diálogo –ya no sólo filosófico- con estos pensadores, porque son estos
gobiernos los que han precisado y hasta inventado, a partir de la necesidad, nuevos principios de distribución de poderes, derechos y deberes, que es
lo que estos pensadores están planteando.
Creo leer bien a Fernando, cuando dice que resulta alentador
que el socialismo está ahora en condiciones de postular principios
distributivos, algo que difícilmente podría haberse planteado con anterioridad
a la irrupción de la teoría rawlsiana, y creo entender también lo que advierte
Atilio, cuando escribe que los procesos en curso de Venezuela, Bolivia, ecuador
no pueden ser antiliberales, pero que eso tampoco significa la adopción de la
agenda clásica del liberalismo como límite.
Si preguntarse por lo justo situado, por la justicia social
dicha así, en español y con este acento, si salir del atolladero del socialismo
fuera recuperar estratégicamente este tipo de preguntas imposibles, como las
planteadas por Rawls sobre la totalidad de la estructura básica social para
reformularlas en una búsqueda efectiva de principios de distribución que
produzcan igualdades donde no las hay, entonces hay un diálogo por reabrir con
el liberalismo, con otras jergas y con otras ambiciones y desde tradiciones. Porque
como dice Atilio, no se puede plantear en abstracto una teoría de la justicia
con prescindencia de la teoría de la explotación, pero, agregaría, no se puede
plantear ninguna de las dos teorías con prescindencia de la situación concreta
en la cual se piensa, y allí, puesta en situación, la propuesta de Rawls podría
ser algo más que filosofía. O quizá, en su mostrarse ingenua o limitada, señalar
también una dificultad que la excede y que nos compete y que hace al laberinto
en que estamos: la de cómo defender valores, en contextos como los de las
ciencias actuales y su pretensión neutralizante.
Así me parece que el libro pone a andar a Rawls, con
irreverencia. Y lo hace un artículo, en especial: el de Hugo Seleme. Seleme
toma en serio a Rawls y lo lleva más allá de lo que Rawls estaría dispuesto a
llegar, pero siempre dentro de su sistema, con su jerga, con sus parámetros
normativos. Se pregunta, casi emulando la actitud de ingenuidad, si la deuda
externa argentina podría ser justa, de acuerdo a los principios rawlsianos del
principio de justicia internacional, que para Seleme deben ser coherentes con
los principios de justicia nacionales que Rawls plantea en su TJ.
Dice entonces que el principio de Rawls de “los pueblos
tienen un deber de asistir a otros pueblos…” se acopla con el principio de
ahorro al interior de una nación, por el cual la generación actual no puede
dilapidar los recursos que facilitarán la vida de las generaciones futuras y
que ambos principios son especificaciones
del deber natural de justicia. Por este deber, los pueblos entre sí deben: 1)
sostener las instituciones justas y decentes de otros pueblos, si existen; 2)
promover el establecimiento de instituciones justas y decentes, si no existen.
Estas instituciones deben fortalecer en todos los casos un gobierno autónomo.
Seleme se pregunta: si esto es así, frente a un gobierno que
toma deuda de modo de comprometer las generaciones posteriores, ¿qué debiera
hacer otro gobierno liberal? Rawls diría no intervenir. Seleme dice, que sería
Rawls más coherente si dijera intervenir, de modo de evitarlo o reponer las
instituciones que han llevado a una situación injusta o indecente. El texto, escrito en 2012, todavía no tiene en
cuenta la situación actual, no de relaciones entre estados, sino privados entre
y estados. Pero lleva a Rawls a los límites de su propio liberalismo, porque ya
no es sólo un problema moral, sino las consecuencias económicas y políticas de ciertas
posiciones morales y viceversa.
¿Qué efectividad pueden tener estas críticas? ¿Qué
otra cosa que buenas intenciones son? Pensaría que hay aquí, como dije,
posibilidades de asumir preguntas estratégicas, que son críticas a un modo de
producir académicamente. Pero también diría que la pregunta por la efectividad
tiene una persistencia que da cuenta de la incomodidad antes aludida, porque
era la misma pregunta que Rawls intentaba espantar al decir que sean o no
eficientes, la pregunta que cabía ante las instituciones sociales era si eran
justas. Nosotros mismos preguntamos en términos de utilidad de las discusiones,
algo que los ciudadanos frente a determinadas instituciones seguro hacen mucho
más. Una pregunta que seguro repone, una y otra vez, los límites entre
filosofía y política.